ALGO SOBRE PINTURA MODERNA de Juan Emar
Conviene hablar un poco sobre este tema, pues la pintura moderna es aquí como un mito, como una fábula diabólica. ¡Han concluido los santos tiempos en que el artista amaba lo bello y lo trasponía en la tela para dulce gozo y reposo del hombre atareado! Hoy parece que el artista ha roto el pacto con el hombre atareado y éste asegura que aquél, en vez de agradarle y mecerle en gratas ensoñaciones, le exaspera con sus cotidianos cánticos a la fealdad endiosada. El arte moderno es el caos, la locura. En cada esquina se me detiene y con gesto de fatalidad se me pregunta: “Y de arte, ¿qué se dice en Europa? La desorientación, el desconcierto, ¿no es verdad? Y los Viejos maestros echan una mirada esperanzada hacia todas las Escuelas de Bellas Artes, que ven como un baluarte para defenderse de la invasión de los monstruos futuristas. Luego el filósofo esteta de brasero, mate con bombilla y gato que regalonea, les explica las tristes causas de este mal que ha venido a echar por tierra ese patrimonio del arte que hasta ahora tan orgullosos nos tenía a nosotros los hombres”. ¡Signos de los tiempos!, dicen. Es el soplo de la anarquía que se extiende y domina. Es la revolución rusa, la guerra europea, la liberalidad de la mujer, el olvido, en suma, de todos los sanos preceptos que nos guiaban por el sendero de la cordura. ‘‘¿Qué de extraño que el satánico soplo invada también las artes?”.
No hay vueltas que darle: los artistas modernos se han vuelto locos. Sobre ello público y viejos maestros de escuela, están de acuerdo. Cuántas veces he Visto en París, al público de la villé lumière, reír a mandíbula batiente, ante las obras del Salón de Otoño y de los Independientes. El público más culto ríe. El nuestro, como todos los restantes, hace eco. Es la carcajada general, a pesar de que ante los locos se guarde a menudo silencio y la risa se cambie en compasión. Ante la pintura moderna no hay compasión. El burgués ríe porque el artista es un loco aún consciente, fatuo y grotesco.
Pero el maestro de la Escuela, el pintor oficial y el esteta serio, no ríen, no. El signo de los tiempos es grave. ¿Sabemos cuántos podrán mañana contagiarse? Y en esta época de guerras, de revoluciones, matanzas y aviones de bombardeo, escaparía de nuestro ensangrentado planeta la última manifestación de concordia y dulzura -¡el arte!- si las fieras modernas lograsen estirar sus tentáculos hasta el templo sagrado de la Escuela. En medio del público que ríe, maestros y estetas se alejan balanceando lentamente la cabeza y orando con unción:
—“iSálvanos León Bonnat, sálvanos Aman Jean! ¡Sálvanos Benedito, Boldini, sálvanos!”.
El acuerdo es perfecto, aunque diferente el modo de expresarlo. El niño-público se mofa; papá-maestro frunce el seño. Y ambos declaran que del moderno arte nada hay que esperar.
Pero con calma, con la relativa calma que pueden dar las columnas de un diario, convendría ver cuánto vale este acuerdo. Como tal mucho. Los hombres que saben, lanzan el anatema; aquéllos a quienes la sabiduría se dirige, aprueban el anatema. Sin embargo, no estaría de más escudriñar el valor de las partes hoy unidas contra el enemigo
común.
El público... mejor decir, la opinión pública... mejor decir, una sabia fuerza que no es posible poner en duda. Cuando la opinión pública habla, todo hombre debe callar. Es ella algo sagrada y hay que doblegarse. Pero en arte, lo es también? ¿Qué pide del arte cada buen señor que después de sus desvelos diarios, visita una exposición, escucha una sonata, hojea un libro? Podría responderse con mil frases hechas y otros mil lugares comunes: “Pido una evocación de belleza que me haga sentir que no todo es miseria en esta tierra”. “Pido la representación de los altos sentimientos de la humanidad”. “Pido pureza, armonía, tonos delicados, acordes hondos, párrafos vibrantes”. Y etcétera.
Mas todo ello es mentira. Cada cual va en busca de un halago, va a recibir un piropo, va a ver su propia imagen reflejada en Óleo, notas o palabras. Sus ideas acostumbradas, sus emociones pasadas, sus preocupaciones constantes quiere contemplarlas fuera de sí y de este modo confirmarse. Y si el pintor le presenta un paisaje como él distraídamente los ve en sus días de campo, y si el músico le recuerda sus amores de los quince años, y si el literato le describe la situación a que tanto aspira... entonces pintor, músico y literato tienen a sus ojos muchísimo talento. El arte, para el público, debe ser un cómplice de sus deseos y sobre todo asegurarle que puede seguir tranquilo en la existencia, pues como él es, así todo es y nada va a cambiar y nada hay más cierto ni más profundo.
Y de pronto, he ahí que aparecen pintores que no retratan la visión acostumbrada y que lánzanle, por lo tanto, un desmentido a su vista; músicos que no se emocionan con sus amores pasados y ante tales sensaciones que por tan grandes se tenían, permanecen indiferentes; escritores que parecen arrancar inspiración de otros mundos desconocidos. Ello es intolerable, es un atropello. El público no ve su rostro por ninguna parte, luego todo eso es falso. El artista está loco. ¡Pobre loco! Sólo merece una carcajada.
Aquí en el campo todas las tardes veo un piño de ovejas que un hombre silencioso conduce al establo. Quisiera yo entonces ver por todas partes, fielmente pintados, un pino manso y un hombre en silencio. Quisiera que el mundo de los artistas se ocupase en repetirme hasta lo infinito hombre y piño. ¿Por qué tal afán? Porque tal cuadro me agrada, contestaría, porque evoca la plácida vida de los campos, la labor fecunda, el sosiego dulce... ¡Mentira! Todo ello me es perfectamente indiferente. Lo quiero ver cien veces pintado, porque he sido “yo” quien lo ha visto en la realidad y porque no puede haber halago mayor que los artistas me digan: “Usted ve justo. Su visión no puede ser sobrepasada”. Todo hombre desea que los demás le aprueben. Ya1 arte le exige entonces otro tanto, bajo pena de excomunión.
Son bien pocos, por desgracia, los que llegan a pensar que acaso ese arte moderno de tan loca fisonomía, tenga un cierto lado desde el cual aparezca su razón de ser. Menos son los que piensan que al encontrarse ese lado, se lograría tal vez apreciar todo un nuevo aspecto y hasta un nuevo sentido de la naturaleza.
Los sabios maestros... Éstos son y han sido siempre los más encarnizados enemigos de todo movimiento nuevo. Hay en artes plásticas dos grupos de hombres bien definidos: los partidarios de la Escuela permanente, especie de templo donde se guardan verdades inamovibles, y los contrarios a la Escuela, a la verdad absoluta, a la clave que dé el poder de hacer obras maestras. Sobre un gran movimiento de arte, supongamos el Renacimiento italiano, o sobre grandes maestros, un Rembrandt o un Goya, hay mil hombres que se ponen, con grave ingenuidad, a estudiar y cavilar. Hay mil hombres que a este estudio no les guía el comprender la evolución de las artes o la filosofía de la estética, sino el descubrir por qué esas obras son magníficas, cómo sus autores han procedido para realizarlas, cómo han compuesto, dibujado y coloreado. Una segunda intención va oculta tras ese estudio: ella es la de poder precisar, ¡por fin!, el modo de hacer obras maestras, poder aprisionar en leyes precisas la facultad creadora.
¿Cómo hicieron los griegos? ¿Cómo dibujó Rafael? ¿Cómo valorizó Velázquez? ¿Cómo colorearon los impresionistas? Un poco de estudio, un análisis de la obra tal cual haríase con un motor de automóvil para saber por qué marcha, y luego se sabe "cómo" ha de hacerse para seguir la tradición de los griegos, "cómo" para dibujar a lo Rafael, "cómo" para valorizar a lo Velásquez y colorear a lo impresionista. Los resultados de estas investigaciones se proclaman y codifican y la Escuela se ha formado ... Se sabe la manera de hacer. No queda más que enseñarla y practicarla para hacer revivir en todo tiempo y en todo sitio las culminantes épocas de creación artística. Así nacen las fórmulas rígidas y escolares con cuya exacta aplicación se pretende hacer artistas como se hacen buenos carpinteros, buenos albañiles. Para que una mesa sea sólida y cómoda, para que la madera dure y presente buen aspecto, para que los cajones corran sin chirrear, se debe proceder en tal y cual forma. Para que un cuadro sea una verdadera obra de arte, se debe componer según tales reglas, dibujar de tal modo, colorear de tal otro y para componer, dibujar y colorear existen preceptos exactos que a nuestros alumnos enseñamos en tantos años de asistencia a las aulas.
Una Escuela de Bellas Artes difícilmente va más lejos.
Se comprenderá con qué odio desencadenado los hombres de escuela ven aparecer, en cada generación, una pléyade de artistas que desdeñan las fórmulas solidificadas y que proclaman que la última palabra en arte no ha sido dicha aún, que es en vano repetir como obreros los modos de expresión de otras épocas, que todavía es posible buscar nuevos elementos, buscar siempre, formar una nueva sensibilidad que agregue un anillo más a la cadena de las artes en vez de proclamarla definitivamente terminada y sólo con la posibilidad de una repetición eterna.
La Escuela ve en estos hombres un sinnúmero de audaces que van a arrebatarle su querido bálsamo hacedor de genialidad. Entonces se habla de caos, de anarquía y locura. Y las naturales exageraciones de toda juventud entusiasta y fuerte, las muestran con el dedo como único resultado posible de los que desconocen los principios absolutos.
No es mayor el valor de las partes. Por un lado un público vanidoso que pide por todos los sitios su imagen, sin haberse antes preguntado si puede su imagen tener algún interés. Por otro lado, los hombres deseosos de estancar toda marcha, toda evolución, para poder seguir con la exclusividad del cetro del genio.
Es esto lo que hoy pasa. Al lado de los artistas libres, Únicos continuadores de la parte viva de la tradición, están los artistas atados por añejas cadenas, continuadores de las apariencias muertas de la tradición. En el extremo opuesto, las exageraciones sin límites, la libertad convertida en capricho.
Pero mejor que todo esto sería concretarse un poco más haciendo un rápido bosquejo del actual movimiento pictórico del viejo mundo. A ello dedicaremos el próximo artículo. Luego citaremos nombres de entre los más afamados pintores de hoy día y reproduciremos obras. Así cada cual podrá juzgar y acaso perder el temor de esas fieras incoherentes de la plástica moderna. Por ahora, un Picasso que ojalá sirva como buen aperitivo.
(La Nación, domingo 15 de abril de 1923, pág. 9)
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